jueves, 24 de enero de 2013

Memorias apócrifas de un falsificador

Nunca he sabido donde nací. Puede que fuera camino de San Francisco,  o cerca de Washington en alguna manifestación pacifista, o tal vez en algún pueblo remoto de la geografía norteamericana en medio de un festival de música. Nunca lo supe y nunca me importó. La única preocupación se centraba en que mi madre me rodeara con sus finos brazos, sentir el calor de su pecho en la espalda y el contacto de su puntiaguda barbilla en mi greñuda cabeza. El color lo invadía todo. El humo, flores y más flores, Janis Joplin sonando y muchos danzando alrededor de la hoguera. Sus cuerpos etéreos parecían levitar. Mi madre cada vez me estrujaba con más fuerza, lanzando vaharadas a la oscuridad estrellada, cerrando los ojos probablemente.

Nunca he sido más feliz que aquellos primeros años de mi vida. Recuerdo botes de pintura y disolvente por doquier. Ella tensaba la tela y la clavaba en los bastidores. Me enseñaba todo el proceso. Luego entraba en un profundo éxtasis inducido y creaba un mundo nuevo a base de gruesas pinceladas. Bailaba, clamaba al cielo y de repente, soltaba el brazo hacia el lienzo. Atónito, la observaba desde algún rincón apartado de su frenético campo de acción. Podían pasar horas. Terminaba cuando fijaba sus verdes ojos en los míos, como si hasta entonces no hubiera advertido mi presencia. A esas desgarradoras sesiones les debo mi afición por la pintura.

Nunca supe tampoco adónde nos dirigíamos. Un buen día preparaban las furgonetas y emprendíamos viaje en caravana. Mi madre me miraba con ternura, me recitaba poemas, me cantaba susurrándome al oído o me leía algún libro de aventuras que yo no sabía donde lo había conseguido. Una vez me hubo enseñado a leer, me gustaba que ella escuchara mientras yo me sumergía en alguna historia de piratas. Recuerdo su risa. ¡Cómo echo de menos aquella sonora risa enseñando los dientes! Después llegaba el día en que todas las furgonetas paraban, sin motivo aparente, establecíamos el campamento y pasábamos una larga temporada cultivando nuestros propios productos en el huerto.

Nunca podré agradecerle a mi madre lo que hizo por mí. A ella le debo todo lo bueno que sé. Lo menos bueno o más dudoso, digamos que lo aprendí más tarde, una vez hubo desaparecido y yo me vine a España. Me enseñó tres idiomas, lo básico de matemáticas, las ciencias naturales eran parte de mi vida y el arte…, en eso ella era experta. Aprendí a tocar la guitarra. Hoy es mi gran afición. Y sobre todas las cosas, me enseñó a querer y ser querido, aprendí a ser buena persona. Ya sé que al final he dedicado mi vida a una ocupación ilícita y que a muchos les costará creer mis palabras. Pero si de algo estoy orgulloso es de no haber causado daño a nadie deliberadamente. He falsificado obras de arte, pasaportes y todo tipo de documentación, pero nunca he perjudicado al débil. El dinero obtenido de las piezas de arte siempre procede de gente menos fiable que yo. Y los documentos… Siempre me he asegurado que fuera por una buena causa.

Ahora estoy a punto de dar un último golpe. Voy a desplumar a alguien que ha dedicado su vida a aplastar a otras personas, alguien que sólo conoce el mal. Ahora lo vivirá en sus propias carnes. Y yo me iré a una recóndita isla, pintaré mis propios cuadros, pues estoy cansado de Giocondas con la sonrisa forzada, y oiré música todo el día. Entonces me acordaré de ella, de su risa contagiosa, del amor incondicional que me dio y de todo lo que me enseñó. Beberé un largo trago de mi copa, fumaré de mi cigarro y soltaré una gran bocanada de humo. Me evocará los colores de mi infancia y veré nítidamente su cara henchida de orgullo mirándome por última vez.

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