viernes, 23 de noviembre de 2012

El último momento

Había sido su gran pasión, su afición y su forma de labrarse la vida. Nunca fue muy locuaz, más bien parco en palabras, pero aprendió a expresarse a través de sus recuerdos. No tuvo oportunidad de recibir enseñanzas pues venía de familia humilde. Se podría decir que fue autodidacta en todos los ámbitos, y a sus cincuenta recién cumplidos su cultura era ya extraordinaria. Su padre le había regalado la primera máquina fotográfica en su sexto cumpleaños y desde entonces pasó a ser parte de su modesto vestuario. Entre libro y libro solía capturar todo lo que llamaba su atención. Con ella había rescatado los mejores momentos de su feliz infancia y de su tranquila adolescencia, y había ganado los escasos dineros iniciales en las celebraciones familiares de su pueblo natal.

Después de su breve etapa  fotografiando la felicidad de todos los mozos de su generación, y al descubrir que ésta no era contagiosa, había decidido buscar la suya por otros lugares desconocidos para él. Vivió experiencias inimaginables, cruzó océanos, se vio inmerso en guerras, inmortalizó muchos logros deportivos y políticos, retrató a héroes y villanos con la misma delicadeza y prestó algunas de sus imágenes para las más exitosas campañas de publicidad. Muchas de sus instantáneas habían dado la vuelta al mundo y, aunque seguía siendo un personaje anónimo para la gran mayoría de la humanidad, se había ganado el respeto de los reducidos círculos de intelectuales. Consiguió transmitir su rebosante sensibilidad a través de su trabajo, y le fueron otorgados decenas de premios por ello.

Él no alardeaba por ser uno de los fotógrafos más premiados del momento, ni siquiera lo comentaba en su entorno más íntimo, ni tenía una vitrina o un espacio reservado para guardar los trofeos. De hecho, para él, lo único que significaba era un reconocimiento puntual a un trabajo determinado en un momento específico. No pensaba que fuera mejor o peor que otros profesionales de su gremio, sólo se premiaba la calidad de un retrato en concreto o de la foto de un paisaje cualquiera.

Además, el dinero no había sido importante jamás para él, podría administrar lo ahorrado hasta el fatídico día, llegara cuando fuere, y así empezar a descansar, a dedicarse a lo que más le había gustado siempre, a pasear, a leer, a captar y guardar sus instantes preferidos sin preocupación alguna, y a disfrutar de la sabiduría recopilada durante aquellos  ajetreados años.

Llevaba  sólo unos meses de asueto dedicado a leer y releer a los clásicos, a sus paseos al anochecer por el gran pulmón de la cosmopolita ciudad en la que había decidido pasar su retiro, y a buscar nuevas y sorprendentes escenas en las que fijar su objetivo. Tenía especial predilección por las tranquilas y agradables rondas por los numerosos caminos de aquel inmenso parque. Todos los días se perdía en sus divagaciones y aunque lo había intentado, nunca consiguió caminar por la misma ruta. Respiraba por vez primera en su vida la libertad que daba el hacer lo que realmente le agradaba en cada situación.  Ahora era el dueño de su propia vida. Manejaba a su antojo cada segundo que transcurría. Podía pasar varias horas sentado en un banco observando como un ejército de hormigas transportaba cáscaras de frutos secos, o como un par de pájaros de colores revoloteaban en una endeble rama de un pinastro, o el chapoteo incesante de un pato en un pequeño estanque iluminado por la luna llena. Todas estas imágenes eran las que iba recopilando en su última etapa. En sus muchos años dedicados al arte fotográfico, nunca había utilizado su cámara con tanta emotividad, con tanto gusto por las situaciones mundanas,  con tanto amor por la naturaleza y por la libre expresividad  de la fauna y vegetación que le rodeaba.

Alguna vez había reflexionado sobre el sentido y significado de la felicidad. Ante un término tan etéreo y dependiente de tantos parámetros no pudo definirlo en su globalidad, pero empezaba a sentir con gratificante claridad que debía de ser algo parecido a lo que estaba experimentando. Sin embargo, como todos los períodos buenos sólo lo son si están acotados por otros malos, éste no iba a ser menos. Su cota llegó repentina y definitiva aquella noche de mayo.

Yacía serenamente en el suelo. Tenía sus ojos redondos y azules abiertos, con expresión de bondad como siempre los había tenido y con un cierto gesto de sorpresa. Sus rosados pómulos se habían vuelto amarillentos. Las ojeras las tenía mucho más oscuras y profundas de lo normal. De la comisura izquierda de su boca ligeramente cerrada salía un hilo rojo que confluía con otro procedente de su aguileña nariz y pasaba, como un río tropical entre la maleza, por la blanca y poblada barba que daba personalidad a su rostro. Su máquina fotográfica había quedado colocada entre su barbilla y los hombros, por debajo de los cuales su cuerpo huesudo casi flotaba en el impresionante charco de sangre  sobre el que descansaba. Su desgastada camisa de cuadros  lucía a la altura del pecho un perfecto orificio, origen inequívoco de la manta roja  sobre la que reposaba su cuerpo sin vida. A su lado, ajena a lo que había sucedido, la pluma con la que solía escribir sus cartas y diarios, seguía enganchada en el bolsillo, sin saber que se había quedado huérfana de repente y para siempre.

Su delgada figura tumbada junto al arbusto emanaba una extraña sensación de paz y serenidad. Multitud de personas merodeaban a su alrededor, cada una realizando su tarea cumpliendo el protocolo de actuación en casos como éste. Dos de ellas no dejaban de fotografiarlo desde todos los ángulos posibles. Paradojas de la vida, no llevaba ni dos horas muerto y le habían retratado mucho más que en medio siglo que vivió. Siempre decía que su sitio estaba detrás de la cámara y no delante, por lo que se podían contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que no tuvo más remedio que posar para otros.

Nadie que lo conociera lo suficiente podía dar una explicación convincente a las extrañas circunstancias de su muerte. No era probable que tuviera un enemigo que quisiera acabar con su existencia de esa forma tan cruel, ya que ni siquiera se le conoció atisbos de enemistad con nadie en sus años de vida. No era lógico, conociendo su carácter pacífico, moderado y sosegado, que se hubiera visto envuelto en una pelea que acabara con semejantes resultados, y tampoco que se tratara de una situación de esas llamadas “ajustes de cuentas”, pues nunca tuvo negocios turbios ni trato con drogas o cualquier relación posible, por remota que fuera, con actividades ilegales.

A los ojos de las personas encargadas de investigar el caso sólo les quedaba una explicación: que hubiera sido victima de un atraco. No terminaba de cuajar esa suposición, puesto que el objeto de más valor que llevaba encima no se lo habían llevado.  Podía tratarse de un ladrón que sólo quería dinero en metálico, un drogadicto maniatado por las enormes garras del síndrome de abstinencia, ciego por conseguir una dosis rápida y segura. Pero también era de esperar, sobre todo conociendo al que ahora se encontraba en el depósito con una etiqueta en uno de los dedos de su pie derecho, que hubiera salido con los bolsillos vacíos, sólo provisto de su modesta vestimenta habitual y de su cámara, pues para pasear no necesitaba llevar ni un real encima. Además, pensándolo fríamente, cualquiera que tuviera el aplomo suficiente para disparar a quemarropa a otro individuo, se hubiera molestado en llevarse consigo la elegante y valiosa máquina que pendía del cuello de su victima.

Al descartar todas las hipótesis anteriores se decidió ampliar el ámbito de búsqueda. Al otro lado del seto donde habían hallado el cadáver se encontraron cuatro casquillos. Esta evidencia lo único que aclaraba era la ubicación original del asesino y su probable falta de puntería, pues había necesitado varios tiros para alcanzar a un blanco relativamente cercano.

Por lo demás sólo tenían un pobre desgraciado que se había topado con el ocaso de sus días de una forma vil y repentina, una buena persona que no había dado motivos a nadie para realizar semejante tropelía, que no hablaba por no molestar y que disfrutaba de su época más feliz hasta que alguien le privó de todo lo que había  ganado  durante tantos avatares. Y como no podía ser de otra manera, había llegado a la meta de la vida junto a su ser más querido, el que le había acompañado en todas sus aventuras y desventuras, el que había llorado con él en las situaciones más duras y también había reído en las más dulces. Su cámara fotográfica  había dibujado con recuerdos cada paso por los senderos de la vida y ahora descansaba junto a él en los dominios de la muerte. La enterrarían junto a su cuerpo apagado y ella dejaría de tener luz para seguir funcionando.

Antes del sepelio había que realizar la autopsia al bondadoso cadáver. Y por qué no realizársela también a su compañera de viaje, por qué no revelar el último carrete y plasmar sus penúltimas miradas. Serviría de austero homenaje. Y así se hizo.

La autopsia del fotógrafo no desveló nada nuevo. Había fallecido por un único impacto de bala, que había perforado de manera limpia y precisa su caja torácica y se había alojado en el corazón. La gran sorpresa vino al revelar el carrete.  Después de varias estampas de uno de los estanques del parque y de un nido de gorriones postrado sobre un árbol de pequeña estatura, apareció una secuencia de siete fotografías. En las tres primeras se podía observar como dos individuos de no muy buena presencia discutían acaloradamente. En la cuarta, uno de ellos sacaba una pistola de su haraposo pantalón vaquero. En la quinta y en la sexta, el otro individuo venía corriendo hacia la cámara como alma que lleva el diablo mientras el sujeto armado apuntaba y probablemente disparaba con su mano izquierda. Y en la última, con el zoom al máximo, se veía al personaje disparando en un primer plano perfecto.

El caso del fotógrafo o “captador de momentos”, como a él le gustaba denominarse, había quedado resuelto. No había sido el mejor policía de la historia ni ningún detective perspicaz, fue él mismo quien resolvió su propio y desafortunado crimen. El durísimo entrenamiento esquivando balas y granadas de muchos años como fotógrafo de guerra, no fue suficiente para apartarse de la trayectoria de ésta.

De la misma forma en que se había expresado durante tanto tiempo y había sido capaz de dibujar su vida entera, retrató su muerte, captó el último momento, su último momento, el mismo que al día siguiente se reflejaba en portada de los diarios más importantes del mundo, merecido reconocimiento póstumo a todo un modo de vida. Lo de “reconocimiento” le hubiera resultado cuando menos gratificante, lo de “póstumo” con total seguridad no le hubiera hecho tanta gracia.