miércoles, 30 de enero de 2013

El salto

‹‹De esta vez no pasa›› murmuró con confianza cerrando tras de sí el portal. Se subió la cremallera del abrigo, se caló el gorro de lana hasta las cejas y, hundiendo la cabeza en sus hombros, comenzó a caminar calle abajo con las manos en los bolsillos. Había elegido un día ventoso, eso facilitaría su misión. Dejó a su izquierda Carretería y se encaminó hacia la Puerta de Valencia. La cara sonriente de su hija aparecía cada vez que entornaba los ojos. Era lo único que le quedaba y le reconfortaba saber que al menos ella tenía la vida resuelta. A sus vecinos les ponía los dientes largos cuando alardeaba de su buena posición. Le gustaba exagerar si alguno preguntaba por ella: ‹‹¿Sonia y su marido argentino? Capitanes-generales allí en Buenos Aires››. Hablaban a menudo por teléfono y se sentía muy orgulloso de la vida que se había labrado. Podría estar viviendo allí, pero dónde iba él, a su edad, que no había salido nunca de la provincia.

Giró a su derecha dejando el cauce del río Huécar en el margen izquierdo del paseo. Intentó andar más deprisa. El intenso viento que azotaba su cara le obligó a arrugarse un poco más, al tiempo que se alzaba las solapas del abrigo. ¡Con lo que él había sido y cómo había terminado! Terminado si. Ya no tendría que aguantar más el frío de su desangelada vivienda, ni tendría que contar céntimo a céntimo los pocos ahorros que le quedaban, ni tendría que levantarse cada día preguntándose si sería el último que pasara en su piso, si sería el día que lo dejaran en la calle. ‹‹Maldita crisis y malditos políticos›› farfulló.

Se sentó en un banco a descansar, sus piernas ya notaban el paso de los años y la falta de energía. Del bolsillo interior de la parka sacó el paquete aplastado de Ducados blando. Extrajo el último cigarrillo, retorcido de manera imposible sin llegar a romperse, lo acomodó en su boca y lo encendió con una cerilla después de varios intentos. Se relajó. La decisión ya estaba tomada. ¡Qué vueltas que da la vida! Recordó con nostalgia cuando conoció a su mujer, lo enamorado que llegó a estar, lo bonita que vino Sonia a este mundo, los momentos tan felices que vivieron los tres, lo mal que lo pasó cuando quedó viudo, lo solo que se sentía ahora… Sus ojos se arrasaron y una lágrima se deslizó surcando las arrugas de su rostro. Apuró el cigarro y lo tiró al suelo. Enjugó su cara con el pañuelo blanco que le bordó su mujer poco antes de morir y no pudo más que gemir, lanzar al aire un profundo suspiro.

Pasaron unos minutos. Su mente quedó en blanco. Se serenó y reunió las fuerzas necesarias para emprender la tremenda subida por la rampa del Parador. Hacía mucho tiempo que no iba por ahí y le costó llegar arriba más de lo que había imaginado. Resopló repetidamente. Los pulmones golpeaban con fuerza su tórax. Quizá el cigarrillo de antes no había sido buena idea, pero eso ya daba igual. Recobró, no sin esfuerzo, su respiración habitual y las pulsaciones poco a poco se estabilizaron. El rojizo atardecer dio paso en segundos a la oscuridad más absoluta. Abajo, en la lejanía, las luces de la ciudad empezaron a encenderse de manera rítmica, con la precisión de piezas de dominó chocando unas con otras para dibujar la estampa nocturna. Se adentró en el Puente San Pablo. Las barandillas cimbreaban en exceso y un eléctrico escalofrío recorrió con diligencia su espina dorsal. Alcanzó el punto medio y se volvió hacia la ciudad. A su izquierda dos hileras de farolas serpenteaban vertiginosamente trazando la cuesta por donde había subido. A su derecha, imponentes, las Casas Colgadas le miraban expectantes. Asió con determinación la barra superior de la barandilla. El viento golpeaba con fuerza su encorvada espalda invitándolo a saltar. Agachó la cabeza en un gesto desesperado por encontrar el suelo. No pudo. La iluminación de la ciudad y de las paredes de la hoz  contrastaba con la oscuridad bajo sus pies. Se le había hecho muy tarde. Quería saber dónde acabarían estrellándose sus huesos. Decidió que volvería al día siguiente más temprano. Además, aún le quedaba alguna lata de conserva para cenar esa noche.

jueves, 24 de enero de 2013

Memorias apócrifas de un falsificador

Nunca he sabido donde nací. Puede que fuera camino de San Francisco,  o cerca de Washington en alguna manifestación pacifista, o tal vez en algún pueblo remoto de la geografía norteamericana en medio de un festival de música. Nunca lo supe y nunca me importó. La única preocupación se centraba en que mi madre me rodeara con sus finos brazos, sentir el calor de su pecho en la espalda y el contacto de su puntiaguda barbilla en mi greñuda cabeza. El color lo invadía todo. El humo, flores y más flores, Janis Joplin sonando y muchos danzando alrededor de la hoguera. Sus cuerpos etéreos parecían levitar. Mi madre cada vez me estrujaba con más fuerza, lanzando vaharadas a la oscuridad estrellada, cerrando los ojos probablemente.

Nunca he sido más feliz que aquellos primeros años de mi vida. Recuerdo botes de pintura y disolvente por doquier. Ella tensaba la tela y la clavaba en los bastidores. Me enseñaba todo el proceso. Luego entraba en un profundo éxtasis inducido y creaba un mundo nuevo a base de gruesas pinceladas. Bailaba, clamaba al cielo y de repente, soltaba el brazo hacia el lienzo. Atónito, la observaba desde algún rincón apartado de su frenético campo de acción. Podían pasar horas. Terminaba cuando fijaba sus verdes ojos en los míos, como si hasta entonces no hubiera advertido mi presencia. A esas desgarradoras sesiones les debo mi afición por la pintura.

Nunca supe tampoco adónde nos dirigíamos. Un buen día preparaban las furgonetas y emprendíamos viaje en caravana. Mi madre me miraba con ternura, me recitaba poemas, me cantaba susurrándome al oído o me leía algún libro de aventuras que yo no sabía donde lo había conseguido. Una vez me hubo enseñado a leer, me gustaba que ella escuchara mientras yo me sumergía en alguna historia de piratas. Recuerdo su risa. ¡Cómo echo de menos aquella sonora risa enseñando los dientes! Después llegaba el día en que todas las furgonetas paraban, sin motivo aparente, establecíamos el campamento y pasábamos una larga temporada cultivando nuestros propios productos en el huerto.

Nunca podré agradecerle a mi madre lo que hizo por mí. A ella le debo todo lo bueno que sé. Lo menos bueno o más dudoso, digamos que lo aprendí más tarde, una vez hubo desaparecido y yo me vine a España. Me enseñó tres idiomas, lo básico de matemáticas, las ciencias naturales eran parte de mi vida y el arte…, en eso ella era experta. Aprendí a tocar la guitarra. Hoy es mi gran afición. Y sobre todas las cosas, me enseñó a querer y ser querido, aprendí a ser buena persona. Ya sé que al final he dedicado mi vida a una ocupación ilícita y que a muchos les costará creer mis palabras. Pero si de algo estoy orgulloso es de no haber causado daño a nadie deliberadamente. He falsificado obras de arte, pasaportes y todo tipo de documentación, pero nunca he perjudicado al débil. El dinero obtenido de las piezas de arte siempre procede de gente menos fiable que yo. Y los documentos… Siempre me he asegurado que fuera por una buena causa.

Ahora estoy a punto de dar un último golpe. Voy a desplumar a alguien que ha dedicado su vida a aplastar a otras personas, alguien que sólo conoce el mal. Ahora lo vivirá en sus propias carnes. Y yo me iré a una recóndita isla, pintaré mis propios cuadros, pues estoy cansado de Giocondas con la sonrisa forzada, y oiré música todo el día. Entonces me acordaré de ella, de su risa contagiosa, del amor incondicional que me dio y de todo lo que me enseñó. Beberé un largo trago de mi copa, fumaré de mi cigarro y soltaré una gran bocanada de humo. Me evocará los colores de mi infancia y veré nítidamente su cara henchida de orgullo mirándome por última vez.

martes, 22 de enero de 2013

Encapsulada

¿Es posible que sólo tú vivas de esa forma una experiencia tan extraordinaria? Apasionada, decidida, gallarda como siempre… sola. No podrías asegurar si fue hace diez horas o apenas unos pocos segundos cuando desnuda te has introducido en la cápsula abierta por la mitad. Una vez dentro, agarrando con fuerza la otra mitad del artefacto, lo has atraído hacia ti y sin quererlo te has sumido en la oscuridad más absoluta. Te has colocado los auriculares como si hubiera alguien fuera que pudiera transmitirte un importante mensaje, que pudiera comunicarse contigo, pero sólo hay música. Instintivamente te has llevado el protector a los ojos y manipulando el pequeño mando has conseguido poner en marcha el mecanismo. Un repentino e intenso ruido se mezcla con la música. Parece la turbina de un reactor. Tus pechos, ahora violáceos, conservan la turgencia, pero tiemblan rítmicamente.
No eres consciente de qué puede estar pasando en el exterior, no sabes si permaneces quieta o si te desplazas a doscientos metros por segundo. Es una sensación similar al vacío, ingravidez, tensa calma, quizá quietud. Al menos el oxígeno sigue alimentando tus pulmones. Te adormeces…
Otra vez sobresaltada. En uno de esos respingos vas a golpearte como no tengas cuidado. Consigues dejar atrás la enésima ensoñación, pero esta vez se apodera de ti un extraño sentimiento. Y percibes un aroma frutal que no te resulta agradable. Tu situación se vuelve cada vez más agobiante. No sabes lo que ocurre. No recuerdas nada. Tu percepción espacio-tiempo no resulta en absoluto fiable, y sumida en esos pensamientos parece que vas a levitar sin cambiar la postura corporal. Flotas o acaso vuelas, tumbada y sin mover un solo músculo. Es ahora cuando le encuentras más sentido que nunca a eso de que todo es relativo. Sonríes y otra vez la calma.
¿Cuándo acabará esta esquizofrenia de sensaciones en que estás envuelta? Te concentras, te relajas, evalúas y concluyes que pronto todo habrá terminado. Necesitas desentumecer los músculos, cambiar de postura, salir corriendo. No puedes. Tú lo has elegido. Aparece como un flash por tu mente una imagen nítida. Una niña con vestido de gasa trotando alegre por un campo de flores. ¡Qué feliz eras esos veranos de tu infancia! ¡Qué lejos quedan ahora!
De repente, un sofocante calor te invade. Notas como se abre uno a uno cada poro de tu piel y las gotas de sudor resbalando sin freno por tu tembloroso cuerpo. Te vendría bien refrescarte. Quieres agua, mucha agua… Otra imagen de la niña, esta vez bañándose en un río cristalino. Nunca hasta ahora lo habías meditado, pero ya comprendes que este mundo sin agua no podría existir, al menos tal como lo recuerdas. Y tú sigues ahí metida. Tu agobio es creciente, casi se convierte en claustrofobia. Y tu debilidad, evidente. Dejas la mente en blanco. Decides que si no piensas todo acabará más rápido. Una última imagen. La niña se introduce en un ataúd sin perder la sonrisa. Un escalofrío recorre tu espina dorsal. ¡Joder…!
Un pitido estridente te devuelve a la realidad. Abres los ojos y no ves nada. ¡El protector! Sales de la cápsula, apagas todo, te duchas y en cinco minutos caminas por la calle. ¡Hay que ver lo que cuesta ponerse morena! Las sesiones te van a provocar un infarto si no dejas de imaginarte esos rollos apocalípticos. Aliviada sonríes. Menos mal…

miércoles, 16 de enero de 2013

La cápsula del tiempo

Jamás pensé que me iba a poner nerviosa por algo así. Sentía todo un enjambre de avispas zumbando en mi estómago. Era todo un acontecimiento que no quería perderme, llevaba veinte años esperándolo. Allí estaba, cerrando la comitiva de amigas, camino del lugar donde habíamos enterrado la cápsula.

Susana y María seguían tan guapas, tan rubias, tan… tan presumidas e inaguantables como entonces. Parecían no haber madurado. Llevaban todo el día hablando de mechas, de si haces esto te quedarán mejor las uñas, y haciendo lo otro tu maquillaje te quitará diez años de golpe… ¡Por Dios, que llevábamos un montón de tiempo sin vernos! Además, no se habían atrevido a decirme lo gorda que estaba, pero noté en sus escrutadoras miradas que lo pensaban.

—Esperadme—les grité, y sacando fuerzas de flaqueza conseguí ponerme a su altura— Creo que es detrás de aquel montículo…
—Tienes razón Ana, ¡por fin hemos llegado!—exclamó Susana al tiempo que María y ella se abrazaban y daban saltitos de alegría, lo que me dio vergüenza ajena.

Encontramos el sitio exacto donde teníamos que cavar. Saqué de mi mochila la pala y, después de mirarlas para recibir su consentimiento, comencé a escarbar. Al principio me costó un poco pues la tierra estaba muy dura en la superficie. Sin embargo, en cuestión de cinco minutos la pala chocó con la caja metálica. La emoción invadió mi cuerpo. Mis manos temblaban mientras la extraía. Me dejé caer hacia atrás y la deposité en mi regazo. Ellas se sentaron enfrente, muy cerca de mí. Sacamos cada una nuestra llave y las introdujimos en los candados correspondientes. La caja se abrió y vimos las tres bolsas en su interior.

Comencé yo abriendo la de María. Contenía un bote de rímel y una nota que decía que no nos olvidáramos nunca de utilizarlo. Al oírlo comenzaron a soltar aquellas risitas que tanto me irritaban. María abrió la de Susana. Dentro había un mechón de pelo rubio y una nota en la que deseaba que las canas no poblaran nunca nuestras cabezas. Otra vez aquellas risitas…

Por fin Susana abrió la mía y examinó el interior—. ¿Dos barbis sin cabeza?—preguntó incrédula mientras desdoblaba la nota—. Ha llegado la hora—leyó en voz alta, a la vez que mis manos levantaban la pala hacia el cielo ante sus miradas de pánico.