miércoles, 25 de abril de 2012

Calladito


            En aquella etapa de mi vida cualquier detalle cobraba una importancia insólita, debido quizá a mi estado de soledad que estaba intentando superar, o quizá a mi curiosidad innata que se encontraba en uno de esos picos álgidos. El caso es que llevaba un par de semanas que no hacía otra cosa que pasear, no por ser una actividad sana y recomendable para la salud, sino por saciar las ganas de ver cosas donde otros no las veían, por fijarme en los individuos que caminaban ajenos a mis pensamientos, por escuchar sus conversaciones e imaginarme cómo serían sus vidas. En definitiva, por vivir en mi mundo paralelo alimentado por las personas y objetos que me llamaban la atención, que no tenían relación alguna conmigo, pero que aunque sólo fuera por un instante quería que formaran parte de mi mundo.

            Una tarde caminaba por las calles anexas a la Gran Vía. Era la zona que más me gustaba de mi Madrid natal. Tenía un colorido especial con sus luces de neón y su diversidad de razas, y además allí podía encontrar los personajes más dispares y a la vez más cotidianos. Tras descubrir un escudo heráldico encima de una puerta de acceso a un edificio con bastante solera, y sentirme afortunado por ello, pues seguro estaba de ser uno de los pocos que habían fijado la mirada en él, decidí tomar un café. El simple hecho de elegir una cafetería resultaba para mí uno de los momentos más excitantes del día. Tenía que cumplir unos cuantos requisitos indispensables: un nombre poco común insertado en un cartel llamativo, algún matiz de obsolescencia como óxido en las rejas de las ventanas o desconchones en la fachada, y sobre todo que los personajes que estuvieran dentro fueran de lo más variado, y a poder ser que alguno de ellos tuviera algún rasgo especial que diera la oportunidad de trabajar a mi imaginación.

            El elegido aquella tarde pasó un duro proceso de selección. Lo primero que despertó mis sentidos fue su color monótono que impregnaba incluso a los camareros. Todo era de una tonalidad sepia como la de las fotografías antiguas, intensificado por una tenue luz que desprendían las lámparas con forma de globo que había en cada una de las mesas. Uno de los ventanales del local se había convertido en un improvisado tablón de anuncios utilizado exclusivamente por los dueños del bar. Allí se podía disfrutar de mensajes del estilo de “Prohibido cantar””, “Prohibido escupir”, “Prohibido insultar a los camareros”…, cada uno de ellos en un folio, escritos a mano y pegados al cristal con trozos de adhesivo envejecido y amarillento. Es probable que fueran estos carteles los que me decidieran a entrar, ya que según se dice no hay mayor incentivo para hacer una cosa que prohibirla y si alguien lo hacía no quería perdérmelo. O tal vez fuera el elenco de personajes que había en el interior, entre los que destacaba una familia gitana al completo, tres barrenderos sentados en dirección a la televisión y sujetando sendos bocadillos tan grandes que lo tenían que hacer con las dos manos, un señor dormido en una de las mesas, una señorita sudamericana rechoncha y maquillada en exceso que por su forma de vestir y por la zona en la que me encontraba deduje que era prostituta, y varios obreros con sus monos de trabajo sucios de cal y pintura tomando cerveza.

            Pedí un café con hielo utilizando las menos palabras posibles y tomé asiento en uno de los mugrientos taburetes de la barra. Estaba observando las botellas de licor llenas de polvo cuando me lo sirvió el camarero. Al echar el azúcar empecé a prestar atención a la conversación que procedía del grupo de obreros. Uno de ellos hablaba de forma correcta, educada y con tono tranquilo. El otro con un tono más elevado, hacía notar sus incorrecciones lingüísticas y sus tacos en cada frase. Alcé la vista para poner cara a cada una de las voces y mi sorpresa fue mayúscula. El primero no llevaba mono de trabajo, era un hombre trajeado y con el pelo engominado. Escuchaba al obrero que parecía quejarse de algún compañero que no debía de estar presente. Mientras el obrero calificaba a su compañero como un “enalfabeto”, un vago y un “gelipollas”, una irónica sonrisa se dibujaba en el estirado rostro del hombre trajeado. Quite uno de los hielos de la copa para no derramar el café al trasvasarlo de un recipiente al otro y me dispuse a realizar la complicada operación. Un sonoro “estás despedido” me asustó y me hizo dirigir el contenido de la taza hacia mi entrepierna. Solté un alarido de dolor a la vez que salté del taburete. Con el rabillo del ojo pude ver al hombre trajeado salir del local con una sonrisa, esta vez de satisfacción, y  justo detrás al obrero llorando, suplicando otra oportunidad. Nadie dio importancia a esa escena, pues todos se recreaban en mi torpeza, incluidos tres o cuatro gitanillos con la boca llena de chocolate que no paraban de reírse.

De repente, una mano con un pañuelo apareció en mi bragueta, un fuerte olor a colonia de mercadillo inundó el ambiente y una voz suave y desgarrada al mismo tiempo me decía al oído: “Tranquilo calladito, que yo te limpio”. Haciendo caso omiso dejé una moneda en la barra para pagar el café que no había disfrutado, por lo menos de la forma en que suele disfrutarse, y abandoné la cafetería entre las cada vez más atronadoras carcajadas de los allí presentes. Antes de cerrar la puerta pude oír otra vez la voz a duras penas: “No te vayas calladito, que me has puesto muy caliente”.

            Me alejé lo más deprisa posible, volviendo la vista cada cierto tiempo. Una vez estuve algo más tranquilo, reflexioné sobre lo sucedido. Comprendí que había pasado de ser el observador a ser el observado, por lo que mi mundo paralelo ya no tenía sentido. Encendí mi teléfono móvil, apagado desde semanas atrás, y decidí que era el momento de volver a la realidad.    

lunes, 16 de abril de 2012

Primera piedra

Esta es la primera piedra del que espero sea un gran edificio. No pretendo que sea edificante, valga la redundancia, sólo tengo la necesidad de expresar ideas y si a alguien le sirven para formar su opinión sobre el tema que se trate o simplemente para reafirmarse en la postura contraria, habrá merecido la pena. Del mismo modo deseo que sea un camino bidireccional, de manera que a mi me ayude a formar nuevas ideas sobre asuntos que se propongan.
 ¡Que no haya nunca temas intratables ni reflexiones incontables!

Bienvenidos